La Tierra está enojada
Una vez más, comprobamos la velocidad a la que vivimos en este mundo moderno. El hoy se convierte en mañana en un parpadeo. Igual sucede con la vigencia de las noticias nacionales e internacionales. Unos días el tema es la violencia en México. Otros es, Túnez. Unos más, Egipto. Luego el tema de Libia, que en su momento más crítico, porque Muamar el Gadafi, intenta recuperar a fuego y sangre, el terreno perdido, es relegado por la desgracia de Japón, iniciada –todavía no termina– el viernes 11 del presente marzo, con el terremoto que, además de causar daños todavía incalculables, modificó en cuatro metros la ubicación del país.
Vemos la transformación del periodismo, a pasos agigantados debido a Internet. A Wikileaks. A los avances tecnológicos. Vemos el surgimiento de un número increíble, cada vez mayor, de ciudadanos que, con celular en mano, se convierten en mensajeros de noticias. Buenas y malas.
Mensajeros al fin, de catástrofes, que no deja uno de pensar, de cómo estuvieron ahí en ese preciso momento y cómo tuvieron la paciencia, la visión de activar su aparato portátil captar esos instantes japoneses que ahora dan la vuelta al mundo.
Son ciudadanos que, sin ser periodistas, se convierten en intermediarios entre un evento fuera de serie y un público ávido de información fresca y oportuna, que no espera encontrarla en la radio. Ni en la televisión. Ni en la prensa escrita. Sí, en Internet.
Nos damos cuenta, que no es necesario esperar a leer el periódico matutino, mientras se bebe un café, para enterarnos qué sucedió en Japón. Son otros tiempos.
La noticia estuvo en Internet tan pronto como se registró. Y seguimos la información la madrugada del sábado, desde que se hablaba de un pequeño número de muertos –pequeño en comparación con la magnitud del terremoto–, hasta que poco a poco se presentó un panorama increíble. Dantesco. ¿La causa adjunta? La llegada de un tsunami.
Aparecieron los primeros videos filmados por aficionados y por el equipo de la agencia de noticias Kyodo. Escenas donde los vehículos arrastrados por el tsunami, parecían juguetes. Donde los contenedores se apilaban como si fuera cajitas de cerrillos, de esas delgadas y angostas que entregan a los turistas en algunas de las promociones de hoteles o restaurantes. De barcos que se destrozaban contra un puente, ahora sí que como cáscara de nuez. De una ola impresionante que devoraba parte de una ciudad con una rapidez que se antojaba de película, con efectos especiales dignos de un Oscar.
De las escenas del temblor de 8.9 grados en la escala de Richter –que después se corrigió y se confirmó fue de 9 grados; el más intenso que azotara al país en los últimos ciento cuarenta años–, captadas en oficinas de gobierno en plena reunión de trabajo del primer ministro japonés Naoto Kan; en diversas oficinas de empresas; en tiendas de autoservicio; en la calle; llegaron las del tsunami y luego al desastre nuclear en Fukushima.
Cientos de imágenes viajan por Internet. Un barco ubicado en un sitio jamás pensado, rodeado por una cantidad impresionante de escombros y nada de agua que lo mantenga a flote. Avionetas y vehículos. Juntos. En tierra. En desorden. Un remolino frente a las costas japonesas –captado desde el aire por el equipo de Kyodo–, que parece jugar con el destino de una embarcación. Una carretera con una grieta impresionante, pero más impresionante, porque dejó la sensación de que siguió a la perfección la línea pintada al centro de esa carretera, ubicada en la Prefectura de Saitama.
El número de muertos aumenta. En la prefectura de Miyagi, se han encontrado miles de cadáveres. En la ciudad de Sendai, varios cientos de cadáveres detectados entre los escombros. El terremoto dejó intactos sus edificios porque se encuentran construidos siguiendo técnicas antisísmicas muy avanzadas, pero que fue arrasada por el tsunami que con sus olas de diez metros, al viajar varios kilómetros tierra adentro.
Los daños materiales, todavía incalculables, también se incrementan y, no deja uno de pensar, aunque parezca broma de mal gusto, de que la tierra está enojada. Algo hace mal el ser humano que ahora le cobra. Temblores en Haití. En Chile. En México, por recordar algunos recientes. Volcanes que se activan…
Y recordamos el terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter del 4 de abril de 2010 en Mexicali, Baja California. Una zona sísmica conocida. La fortuna de que, en forma directa o indirecta, se perdieran muy pocas vidas. Que no por eso, dejan de ser valiosas. Lloradas por sus familiares. Los daños, cuantiosos, ni quien lo dude, daños que todavía sufren sus consecuencias muchos de los habitantes del valle. El temblor les cambió la vida a cientos. A miles de familias.
Nada que comparar con Japón. Ni se desea que suceda a alguien más. Ni aquí ni lejos. Sin embargo, vale la pena reflexionar un poco. ¿O mucho?
¿Existe en realidad, en Baja California, la preparación adecuada para actuar durante un temblor de gran magnitud?
¿Las autoridades reaccionan en la forma correcta?
¿La ayuda que se brinda a los afectados por un desastre natural es suficiente?
¿Oportuna?
¿Así lo fue en el caso de Mexicali con su terremoto de 7.2 grados?
¿La información que se maneja es transparente y hace que el ciudadano crea en su autoridad?
¿Qué le tenga confianza absoluta?
Vale la pena reflexionar.
¿Acaso no se quiere aprender en cabeza ajena?