miércoles, abril 21, 2010

Una tarde de terror

Norma Alicia Montoya Leyva,
no olvidará una tarde de terror en el ejido Durango.

El trueno fue espantoso.
Pensé que el Cerro Prieto se hundía –ubicado en el Municipio de Mexicali, Baja California–. No que hacía erupción. Que se hundía.
Luego se escuchó un bufido que brotaba del fondo de la tierra. Haga de cuenta que eran cientos de ballenas las que estaban abajo.
La tierra se ondeaba y se levantaba mucho polvo. ¡Una cosa increíble!

Norma Alicia Montoya Leyva, asegura que nunca olvidará el domingo 4 de abril de 2010, a causa del terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter. Ese día, a las 15:40 horas, permanecía tirada en el patio de su casa, en el Ejido Durango, en el valle de Mexicali, a donde llegó hace cuarenta años, cuando se casó con el agricultor Jonás Corpus. Ahora, ella tiene cincuenta y ocho años de edad y, tres hijos: Jonás, Norma Antonia y Timnia.

Los perros aullaban. Daban vueltas y más vueltas.
Los gatos, porque hay muchos gatos sin dueño, corrían.
Los pájaros volaban. No se quedaban en los árboles.
Y, yo, permanecía tirada. Esperando lo que viniera. La verdad, no sé si me caí por el terremoto o me dejé caer.
Estando tirada, pensé que era el fin. Que era el fin de nosotros. De todos los que estamos cerca del Cerro Prieto.
Los segundos pasaron y, de pronto, me quedé bloqueada. Me olvidé que tenía esposo. Que tenía hijos. Que tenía nietas. Estaba sola.

Por la mañana, nos levantamos normal. Contentos. Sin pensar en que viviríamos una tarde de terror. Mi hija Norma Antonia, está de vacaciones. Limpiábamos la casa. Nos preparábamos para ver el futbol. Terminamos de limpiar nuestra casita como a las 15:30 o 15:35. Estaban con nosotros dos nietas. Mi hijo se fue al ejido Oaxaca con la familia de su esposa y, mi otra hija, está fuera de la ciudad.
– Misión cumplida –dijo mi hija–. Me voy a bañar para ver el futbol.
– Mientras tú te bañas, salgo a regar mis macetas –le respondí.
Salí por la puerta trasera de la casa. Jalé la manguera y fue cuando capté el estruendo y el bufar de la tierra.

Estaba todavía tirada y escuché que una vecina me gritó desde su casa.
– ¡Normaaaaaa…! ¡Jonááááááássssss!
Es que no se animaba a salir porque los alambres se movían de un lado a otro. Los árboles se movían.

Cientos de pequeños hoyos –algunos con un
diámetro de veinte centímetros–, de los que
brotaron agua y arena, se formaron en el ejido
Durango, dentro y fuera de las casas, causando
en casos, el hundimiento de viviendas.

Mi hija también gritaba.
– ¡Mamááááá! ¡Mi papááááá! ¡Mi papááááá!
Reaccioné. Me levanté y fui a ver que pasaba. Mi viejo andaba a gatas. Se paraba y se volvía a caer. Quería sacar a nuestra nieta que estaba al fondo de la casa. Ella tiene doce años y salió, rebotando de una pared a otra. Se golpeó los brazos. Los hombros.
Todos estábamos de pie. Bien. Muy asustados.
En pocos minutos, la casa quedó rodeada del agua que brotaba de hoyos que se formaron en el patio. No sé cuantos. Muchos. Había tres cerca de la pared. Uno grande. Un boquete en la tierra. El agua y la arena se metieron a la casa. Ni el agua ni la arena venían de la calle. Brotaban del subsuelo. Salían de esos pozos que parecían geiser. ¿Por dónde entró el agua a la casa? No sé.
El agua era rojiza. Tenía un olor fuera de lo normal. Digo que olía a azufre. Me llegó a los pies y me ardieron. Fuera de la casa, frente al porche, quedó una isleta y ahí nos reunimos. Mucha gente. No sé. Creo que éramos como treinta, cincuenta personas. A los hombres, al caminar fuera de la isleta, el agua les llegaba a la pantorrilla.

Los vehículos pasan cerca de las grietas que
surgieron en el valle de Mexicali.
Se trabaja en las carreteras para cubrirlas.

Aquello que levantó pisos, que destruyó casas, caminos, se calmó, pero seguía el movimiento oscilatorio. Ese no paraba. Era horrible.
Mi esposo, mi hija y mis nietas, estuvimos ahí, fuera de la casa, un poco más de veinticuatro horas. En el carro escuchamos la Globo. La única estación de radio que estaba al aire. La noche se nos hizo eterna.
El lunes, a eso de las cinco de la tarde, mi hermano Jaime y su esposa Edilia Lesso, fueron por nosotros, sorteando el camino destrozado. Me animé a entrar a la casa por unas garras. Rápido.

El porche de una casa en el ejido Durango,
en el Valle de Mexicali, se vino abajo a causa del terremoto
7.2 grados en la escala de Richter, registrado el 4 de abril.

Ese domingo muchos se fueron del ejido Durango. Me dio mucho coraje cuando se fue el delegado Germán Borgoin, sin preguntar ni preocuparse por quienes se quedaban. No lo quería decir pero, ni modo, lo dije. Aquel día me dio mucho coraje. Ahora me da risa.Y aquí estamos, en el Ejido República Mexicana, con la familia.
Mi papá Ecliserio Montoya, que llegó en 1947, nunca había sentido un terremoto así.

– Sí, llegué en 1947. Ahora tengo ochenta y dos años. Sesenta y tres de vivir aquí. El domingo del terremoto, estaba en mi chocita. Sentía como que me caía y no me caía… Nunca había sentido algo así.

En la mesa del comedor, fue colocado un plato con tamales de elote calientes. Dorados. Hay tazas con café negro.
Norma Alicia, de pelo entrecano, del que un poco cae sobre su frente, retoma la palabra. Sus aretes son pequeños, oscuros. Hacen juego con su blusa de manga corta, con estampado de flores. Su voz es fuerte. Segura. A momentos se quiebra y de sus ojos claros brotan lágrimas. Gesticula. Por segundos sus manos se quedan entrelazadas. Apretada con fuerza una a la otra. Lucen sus uñas bien cuidadas.
Se encuentra muy preocupada por sus amistades que perdieron su casa.

La casa de una de mis amigas, la de Concepción Rosales de Argíl. Ella tiene sesenta y tres años de edad. Se quedó sin nada. Se hizo un hoyo en medio de la casa. La de Martha Camacho, se hundió casi un metro. La del maestro Arturo Espino…
Lo que me interesa, no es para mí. Me preocupa Conchita. Ella está en La Puerta. Por buena suerte ese domingo estaban de visita, allá, con una tía. Allí también se abrió la tierra, pero no salió agua.

Otro aspecto del porche. Días después,
a causa de las réplicas, se derrumbó por completo.

Sigue temblando. Soy un sismógrafo. Mi angustia llega antes que el temblor. Mis familiares pueden confirmarlo. Ahora mi temor es el subsuelo.
En las últimas semanas, venía temblando. Mi esposo y un amigo, José Márquez, me decían que se estaba desfogando la energía, que no iba a haber nada más fuerte.
Y… no fue así.

miércoles, abril 07, 2010

Mexicali 7.2
Terremoto

El terremoto de 7.2 grados, lo destruyó.
La sacudida detuvo nuestros pasos en seco.
Mil uno, mil dos, mil tres…
“El marco de la puerta de la recámara”.
Colocarse bajo los marcos de las puertas. Una recomendación para protegerse en caso de sismos. Tiene sus defensores y, detractores que prefieren otras opciones.
Mil cuatro, mil cinco, mil seis…
“Mantenerse en calma”. Otra recomendación.
Y nos quedamos ahí, aferrados al marco. Nos trasmitía las convulsiones de la tierra enojada. La energía descargada. La furia de la naturaleza.
Mil cuatro, mil cinco, mil seis…
La casa tronaba. “Esto se va a desarmar. En el segundo piso se siente más”.
Al igual que en otros temblores, no corrimos. Aunque el del domingo 4 de abril de 2010, no era igual a otro de los muchos temblores que nos ha tocado vivir en nuestra vida. De eso estábamos seguros.
Mil siete, mil ocho, mil nueve…
“Tirarse junto a la cama”. Otra recomendación, también con defensores y detractores.
Mil diez, mil once, mil…
Nos olvidamos de seguir con el conteo de segundos. Del querer saber de la duración del movimiento telúrico.
Imposible tirarnos junto a la cama. La mesa del televisor ganó el lugar. Se movía de un lado a otro, aprovechando sus cuatro ruedas. El televisor se mantuvo en su sitio.
Una silla ubicada junto a una ventana, parecía marioneta. Daba pequeños saltos hacia un lado. Al frente.
Por unos segundos escuchamos el ladrar de los perros. Intenso. Desesperado.
El caer de frascos fue impresionante. Capturó nuestra atención. Nos olvidamos de los perros que ladran.
Del mueble colocado arriba del lavabo, saltaban cepillos, desodorantes, frascos… Tiene tres puertas y las tres puertas abanicaban sin control.
Miramos hacia el estudio, donde siete minutos antes estábamos ahí. Escribiendo en la computadora.
De la parte alta del librero, que casi acaricia el techo, libros saltaban al vacío.
Dos fotografías cayeron en los escalones alfombrados de la escalera que comunica a la segunda planta con la primera. O la primera con la segunda.
Dejamos de mirar hacia el librero y sus libros suicidas, para observar las fotos en la escalera.
El caer de diversos objetos, provocaban que el movimiento telúrico fuera más impresionante. Aterrador.
La casa dejó de tronar. No cayeron más objetos.
En la recámara. En una mesa pequeña, un florero con sus flores eternas, quedó recargado sobre unos libros. Una lámpara de mano que siempre está ahí para las ocasiones de temblores nocturnos, acabó en el piso, bajo la cama. La rescatamos y la colocamos en un lugar accesible. Funciona.
El teléfono inalámbrico fuera de su lugar. Accionamos un botón. Silencio.
Una veintena de revistas que permanecen en un buró, acabaron en el suelo, al igual que cinco libros que estaban ahí en espera de ser leídos: “La mano de Fátima”, de Ildefonso Falcones; “Gabriel García Márquez. Una vida”, de Gerald Martin; “Arrebatos Carnales”, de Francisco Martín Moreno. “Secuestros”, de Julio Scherer García y “El Traje del Muerto”, de Joe Hill. Y el que leemos a diario “La reina en el palacio de las corrientes de aire”, de Stieg Larsson, a quien el corazón le impidió, en forma inesperada, ver su obra publicada (La trilogía Millennium).
Los cajones del buró abiertos. Los cerramos.
Nos dirigimos a la ventana del baño que da a la calle. Escuchamos comentarios de personas asustadas. Voces alteradas. Los perros seguían ladrando. Desesperados. Hay estudios que confirman que los perros captan primero los temblores, que los seres humanos.
Los cables: Que de la luz, que del teléfono, que de la televisión de paga, se mecían. Un par de zapatos tenis que cuelga de uno de ellos se mantenía en movimiento circense…
Era una tarde de sol. De pocas nubes blancas. De un cielo claro. De aves que danzaban en el cielo sin decidirse por un aterrizaje. En un ir y venir armonizado. “La hora. Se nos olvidó confirmar la hora del sismo”: 15:45 ¿Cuántos minutos han transcurrido? ¿Tres… cinco?
Un intento de comunicación. El celular tampoco funciona.

Cientos de cristales destruidos.
En el área de la regadera, dos jabones con todo y sus jaboneras peces de plástico en el piso. Un franco de shampoo. Junto al excusado, agua. ¿De dónde salió el agua? Vemos. Tocamos. Saltó del depósito.
Salimos con cuidado para no pisar frascos que se fueron hasta el piso. Otros, se detuvieron en el lavabo.
El foco ahorrador del estudio, está apagado. “Lo tenía encendido”. Accionamos el encendedor de la pared. “Se fue la luz. Por eso no funciona el teléfono inalámbrico”.
Libros, revistas, cajas de plástico con sus cedes, nos impiden entrar al estudio, con cierta seguridad. Vemos como varios libros quedaron en el librero, en posición de salto. Un equilibrio que se antoja de película de terror.
De un mueble, se salieron toallas y sábanas.
Con cuidado descendemos por la escalera. Tratamos de no pisar revistas y papeles. Revisamos las fotografías. Sus marcos, no se dañaron. Tampoco sus cristales. Las colocamos de nuevo en la pared. Una queda inclinada. La quitamos y la dejamos en uno de los escalones, recargada. Que no estorbe el paso.
Planta baja.
Una lámpara en el suelo. Salvó su vida.
No sucedió lo mismo con la imagen de una Virgen, que un día llegó desde Oaxaca. Acabó hecha añicos.
El baño de la planta baja. Agua en el piso. Más que en el de la planta alta: “¿Se rompió su base?”. El cesto para el papel, nos da la respuesta. También saltó el agua del depósito.
En la cocina. El refrigerador se movió diez centímetros hacia el frente y unos siete a su lado derecho. “¿Cómo pudo ser?”.
La alacena, con sus puertas abiertas.
El gas. Olemos aquí. Allá. En la estufa. En el calentador de agua. No hay rastros de fuga.
Los vecinos.
–¿Están bien?
– Sí. Todos estamos bien. Se nos cayó el garrafón del agua. Se regó el agua por todos lados. ¿Tú como estás?
– Bien. Se cayeron muchos objetos… Algunos se rompieron.
– Estuvo fuerte –nos comenta uno de ellos– ¿De cuantos grados crees que fue?
– Nunca había sentido algo así –respondemos–. Mínimo sietes grados (en la escala de Richter).
No somos expertos. ¿Por qué se nos ocurrió la cifra? Ningún intento por averiguar.
Bajamos la palanca que está junto al medidor –en realidad no es palanca– de la energía eléctrica. Otra de las recomendaciones en caso de sismos. Interrumpir el paso de energía eléctrica. Aunque ahora, no la había.
En la calle, hay niños, jóvenes y adultos. A un lado, al otro, enfrente, en la tienda de la esquina, la que poco a poco se llena de clientes que salen con diferentes artículos y los acomodan en la cajuela del automóvil…
Varios cientos de metros al norte, se levanta una columna de humo negro. Al oriente, otra. Se escuchan en algún lugar, las sirenas de los bomberos. Las patrullas.
No hay energía eléctrica. No hay agua. No funcionan los celulares.
Los conductores de los vehículos, se olvidan de la precaución. Sonido de motores acelerados. Ruido de llantas al frenar.
Movimientos de cabeza. No hay tiempo ni ánimos para reclamos. Menos de lanzar mentadas de madre.
– ¿Te fijaste? Por poco chocan.
Decidimos poner en orden la recámara pensando en que el servicio de energía eléctrica, no se reanude. Hacemos lo mismo en el baño. En la escalera.
Por fin, se logra una llamada en el celular.
– ¿Cómo están?
– Bien. No nos pasó nada. Se sintió muy fuerte. Tenemos un problema –nos explican–. Huele a gas en el edificio. Y el vecino del departamento, donde parece que está el problema, no se encuentra. Queremos ver si podemos cerrar su tanque. ¿Tú? ¿Cómo estás?
– Todo bien. ¿Alguna noticia?
– Una vecina nos comentó que hay derrumbes en La Rumorosa. Le avisaron. Que el temblor se sintió en Tijuana, fuerte. Nosotros estamos pensando dormir en el carro. No vamos a cocinar dentro de la casa...
Pasan los minutos. Llamadas aisladas se pueden lograr con el celular.

Aspecto del edificio que colapsó.
Comentarios diversos.
– Se levantó mucho polvo por el rumbo de El Centinela.
– El estacionamiento que construyen en el Centro Cívico, se desplomó. El de cuatro pisos. ¿Te imaginas si estuviera en servicio? Esto nos da una idea del tipo de construcción que es.
– En el primer cuadro de la ciudad, también hay edificios dañados. Por el rumbo de La Chinesca. Son edificios viejos.
– El temblor fue de 6.9.Más tarde nos dicen.
– Fue un terremoto de 7.2 y duró más de un minuto. Un minuto y medio.
Nos acordamos del terremoto 7.0 grados de Haití. Miles de muertos. Del de Chile, de 8.8 grados. Cientos de muertos. Un joven enciende el radio de su automóvil. Reconocemos la voz de Mario Palacios. La de Pablo Brizuela Angulo. Tema: El terremoto en Mexicali.
Iniciamos un recorrido por la ciudad. Seguimos escuchando los comentarios, en el radio, sobre el fenómeno y sus efectos. Las exhortaciones a guardar calma.
Restaurantes cerrados. También tiendas de autoservicio. Los semáforos no funcionan. No hay muchos vehículos en las calles.
“Un cuarto de tanque de gasolina y…”. Las gasolineras cerradas. No hay energía eléctrica, no se puede vender gasolina.
Empleados del hotel Calafia, recogen el emplaste que se cayó.
Una ventana de gran tamaño de Banamex sucursal Justo Sierra, con su cristal destruido. Nadie está cerca. Nadie está adentro. El viento mueve a su antojo la persiana de plástico.
El exhibidor de la tienda de muebles “Actual”, queda al aire libre. En el piso, restos de un cristal destrozado. Un cordón amarillo, marca límites. Se distingue un letrero: “Hasta el 50 % menos”.
Un edificio, en el que se lee “JMB Asesores”, muestra considerables daños en su estructura frontal.

Los daños en edificios de oficinas.
En la sucursal Bancomer Justo Sierra, cristales rotos.
Oscurece. Hay poca gasolina en el tanque. Nos regresamos a casa. Ahora tenemos cerca la lámpara de mano. Nos acompañará toda la noche.
Nos llega información de daños considerables en el Valle de Mexicali. Mayores cerca del epicentro. A una distancia de más de cincuenta kilómetros de Mexicali.
Se habla de dos muertos. Que a una persona le cayó una barda encima. Que otra murió a causa de un ataque cardiaco. Que no, que fue atropellada porque salió corriendo de su casa. Después se confirmará que se trataba de un indigente al que también le cayó una barda.
Pablo Brizuela Angulo y Mario Palacios, –de FM Globo–, aseguran que es la única estación al aire.
Al recorrer la ciudad, se escuchan en diferentes partes. A todo volumen.
Más tarde.
La voz del gobernador José Guadalupe Osuna Millán. Habla de los daños. De la información que se reúne. De las acciones que realiza el sector oficial.
La voz del alcalde Rodolfo Valdez Gutiérrez. Lamenta los daños. Se refiere a las personas fallecidas. Al servicio de patrullaje. A que se tomarán medidas emergentes para contar con gasolina.
Mario Palacios y Pablo Brizuela Angulo, narran sus peripecias para poder mantenerse en el aire. Su planta funciona con gasolina. Piden gasolina y se las llevan. FM Globo, se convirtió en un enlace entre autoridades y sociedad. Entre los viajeros que regresaban a Mexicali al concluir el periodo de vacaciones y quienes les esperaban en la capital de Baja California.
Abrimos la llave del agua. Poca presión. Suficiente para cubrir necesidades básicas.
Los vecinos siguen en la calle. No quieren entrar a sus casas. Las réplicas se dan una tras otra. Unas apenas perceptibles. Otras fuertes.
Un mensaje entra a nuestro celular. Respondemos con un intento de llamada. Se logró concretar.
– ¿Cómo estás?
– Bien. Se cayó una de las bardas de la casa de mi mamá. ¿Tú cómo estás?
– Bien. Acabo de hacer un recorrido por parte de la ciudad. Hay emplastes caídos, cristales rotos…
– Estamos en contacto.
– De acuerdo.
Nos sigue llegando información.
– Que en la casa de Claudia se vino abajo televisores de plasma, adornos…
La ciudad cubierta por la oscuridad. Observamos las constelaciones. “¿La Osa Mayor?”. Un cielo estrellado pocas veces visto desde un Mexicali iluminado. Ahora está a oscuras. Las luces de los aviones que vuelan muy alto. Hay viento fresco.
Una de la mañana. Voces en la oscuridad. Unos jóvenes platican sobre computación e Internet. Sabemos que son jóvenes, por sus voces. Sus cuerpos no se distinguen.
Al norte, a lo lejos, el resplandor del Calexico, California, nocturno.
Mexicali sigue a oscuras. La energía eléctrica no llegó ni en una hora, ni en dos, ni… Salvo en algunas zonas.
A lo lejos, se escucha música de banda. El viento juega con las notas musicales. Las hace viajar hasta nuestra ventana del baño que da a la calle. A una cuadra de distancia, la luz de lámpara de mano se mueve. No se distingue a nadie que la porte.
Dos de la mañana. Siguen las réplicas. Percibimos el tronar de madera. Permanecemos sentados en un sofá de la sala, rodeados de la oscuridad.
Tres de la mañana. Decidimos subir a la recámara.
Permanecemos vestidos. Con botas puestas. No encontramos un lugar cómodo para dormir. La camisa nos ahoga. Desabrochamos dos de los botones superiores. Al final queda colocada en la silla que durante la tarde se convirtió en marioneta.
Cuatro de la mañana, una réplica fuerte.
Recordamos que nunca una réplica ha sido más fuerte que el primer temblor. Decidimos dormir. Hacemos un esfuerzo.
Lunes 5 de abril de 2010.
Un poco más de dieciocho horas después del temblor.
Nos dicen que hubo otra réplica fuerte a las seis.
A eso las ocho de la mañana, abrimos la llave del agua del lavabo. La presión se ha normalizado. Un baño rápido. No deseamos que una réplica intensa nos sorprenda bajo la regadera.
Más tarde, después de disfrutar de un café negro y pan tostado con mantequilla y mermelada de fresa, accionamos los interruptores de la energía eléctrica. Hay luz. El refrigerador está en su lugar de siempre. Funciona.
Cada momento que pasa, se conoce la realidad de los daños en la ciudad y en el valle de Mexicali. Impactantes. Lamentables. Docenas de casas dañas, que se convierten en cientos y acaban en miles. Grietas impresionantes en diferentes zonas. Carreteras dañadas. Agua que brota. Canales heridos de muerte. Parcelas inundadas. Gente que busca colocar sus pertenencias en lugares seguros.
Entre los poblados del valle de Mexicali más dañados: Guadalupe Victoria, Estación Delta y Carranza.
Algunas tiendas de autoservicio, abrieron sus puertas en la ciudad de Mexicali. No todos las sucursales de las diferentes instituciones bancarias, están operando. Se reponen cristales rotos.
Las clases en las instituciones de educación superior, no se reanudaron. El resto de los niveles educativos, se encuentran de vacaciones de Semana Santa.

Se reponen cristales rotos.
El presidente Felipe Calderón Hinojosa, está en Baja California. Visita el Valle y el Hospital General de Mexicali. Promete ayuda. Durante su estancia, se registran varias réplicas.
Hay miles de damnificados.
Docenas de heridos leves. Ninguno de gravedad.
Las gasolineras funcionan. Acudimos a la Eco. Esperamos varios minutos.
– Tanque lleno. ¿Mucha demanda?
Nos atiende Carlos Rodríguez.
– No paramos desde las nueve de la mañana.
En la planta de agua H2O, el servicio al público, está suspendido.
– No hay agua –nos comenta un empleado–. Dentro de media hora.
El Centro Cívico cerrado al público. En un espacio del hospital del ISSSTE se instalaron carpas para atender a los enfermos. Una medida de precaución.
Un atractivo para fotógrafos profesionales y docenas de aficionados: El desplomado estacionamiento inconcluso, de cuatro pisos, ubicado en el Centro Cívico.
Un camarógrafo del Estados Unidos, filma los estragos.
Lunes 5 de abril de 2010. Seis de la tarde (18:00 horas).
Recibimos un mensaje en nuestro celular:
“Gob BC informa: No clases Lun 5. Albergue en Juventud 2000. Mantener calma. Siga indicaciones Protección Civil. Revise agua, luz y gas. Tels 5549211 y 066”.
En nuestro estudio, empezamos a levantar los libros, revistas y cedes que están en el piso. Observamos: El escritorio se movió de su lugar más de diez centímetros, en uno de sus lados. Las dos secciones del librero, con sus cientos de libros, se separaron cerca de dos pulgadas. Los tornillos que las unen, quedaron a la vista. El monitor de la computadora, quedó a una pulgada de abandonar el escritorio.
Somos afortunados.
Martes 6 de abril de 2010. Casi las ocho de la noche. (19:50 horas). Logramos sentarnos ante el escritorio. La computadora funciona.
Empezamos a escribir entre réplica y réplica:
“La sacudida detuvo nuestros pasos en seco.
Mil uno, mil dos, mil tres…”.