Una tarde de terror
El trueno fue espantoso.
Pensé que el Cerro Prieto se hundía –ubicado en el Municipio de Mexicali, Baja California–. No que hacía erupción. Que se hundía.
Luego se escuchó un bufido que brotaba del fondo de la tierra. Haga de cuenta que eran cientos de ballenas las que estaban abajo.
La tierra se ondeaba y se levantaba mucho polvo. ¡Una cosa increíble!
Norma Alicia Montoya Leyva, asegura que nunca olvidará el domingo 4 de abril de 2010, a causa del terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter. Ese día, a las 15:40 horas, permanecía tirada en el patio de su casa, en el Ejido Durango, en el valle de Mexicali, a donde llegó hace cuarenta años, cuando se casó con el agricultor Jonás Corpus. Ahora, ella tiene cincuenta y ocho años de edad y, tres hijos: Jonás, Norma Antonia y Timnia.
Los perros aullaban. Daban vueltas y más vueltas.
Los gatos, porque hay muchos gatos sin dueño, corrían.
Los pájaros volaban. No se quedaban en los árboles.
Y, yo, permanecía tirada. Esperando lo que viniera. La verdad, no sé si me caí por el terremoto o me dejé caer.
Estando tirada, pensé que era el fin. Que era el fin de nosotros. De todos los que estamos cerca del Cerro Prieto.
Los segundos pasaron y, de pronto, me quedé bloqueada. Me olvidé que tenía esposo. Que tenía hijos. Que tenía nietas. Estaba sola.
Por la mañana, nos levantamos normal. Contentos. Sin pensar en que viviríamos una tarde de terror. Mi hija Norma Antonia, está de vacaciones. Limpiábamos la casa. Nos preparábamos para ver el futbol. Terminamos de limpiar nuestra casita como a las 15:30 o 15:35. Estaban con nosotros dos nietas. Mi hijo se fue al ejido Oaxaca con la familia de su esposa y, mi otra hija, está fuera de la ciudad.
– Misión cumplida –dijo mi hija–. Me voy a bañar para ver el futbol.
– Mientras tú te bañas, salgo a regar mis macetas –le respondí.
Salí por la puerta trasera de la casa. Jalé la manguera y fue cuando capté el estruendo y el bufar de la tierra.
Estaba todavía tirada y escuché que una vecina me gritó desde su casa.
– ¡Normaaaaaa…! ¡Jonááááááássssss!
Es que no se animaba a salir porque los alambres se movían de un lado a otro. Los árboles se movían.
– ¡Mamááááá! ¡Mi papááááá! ¡Mi papááááá!
Reaccioné. Me levanté y fui a ver que pasaba. Mi viejo andaba a gatas. Se paraba y se volvía a caer. Quería sacar a nuestra nieta que estaba al fondo de la casa. Ella tiene doce años y salió, rebotando de una pared a otra. Se golpeó los brazos. Los hombros.
Todos estábamos de pie. Bien. Muy asustados.
En pocos minutos, la casa quedó rodeada del agua que brotaba de hoyos que se formaron en el patio. No sé cuantos. Muchos. Había tres cerca de la pared. Uno grande. Un boquete en la tierra. El agua y la arena se metieron a la casa. Ni el agua ni la arena venían de la calle. Brotaban del subsuelo. Salían de esos pozos que parecían geiser. ¿Por dónde entró el agua a la casa? No sé.
El agua era rojiza. Tenía un olor fuera de lo normal. Digo que olía a azufre. Me llegó a los pies y me ardieron. Fuera de la casa, frente al porche, quedó una isleta y ahí nos reunimos. Mucha gente. No sé. Creo que éramos como treinta, cincuenta personas. A los hombres, al caminar fuera de la isleta, el agua les llegaba a la pantorrilla.
Mi esposo, mi hija y mis nietas, estuvimos ahí, fuera de la casa, un poco más de veinticuatro horas. En el carro escuchamos la Globo. La única estación de radio que estaba al aire. La noche se nos hizo eterna.
El lunes, a eso de las cinco de la tarde, mi hermano Jaime y su esposa Edilia Lesso, fueron por nosotros, sorteando el camino destrozado. Me animé a entrar a la casa por unas garras. Rápido.
Mi papá Ecliserio Montoya, que llegó en 1947, nunca había sentido un terremoto así.
– Sí, llegué en 1947. Ahora tengo ochenta y dos años. Sesenta y tres de vivir aquí. El domingo del terremoto, estaba en mi chocita. Sentía como que me caía y no me caía… Nunca había sentido algo así.
En la mesa del comedor, fue colocado un plato con tamales de elote calientes. Dorados. Hay tazas con café negro.
Norma Alicia, de pelo entrecano, del que un poco cae sobre su frente, retoma la palabra. Sus aretes son pequeños, oscuros. Hacen juego con su blusa de manga corta, con estampado de flores. Su voz es fuerte. Segura. A momentos se quiebra y de sus ojos claros brotan lágrimas. Gesticula. Por segundos sus manos se quedan entrelazadas. Apretada con fuerza una a la otra. Lucen sus uñas bien cuidadas.
Se encuentra muy preocupada por sus amistades que perdieron su casa.
La casa de una de mis amigas, la de Concepción Rosales de Argíl. Ella tiene sesenta y tres años de edad. Se quedó sin nada. Se hizo un hoyo en medio de la casa. La de Martha Camacho, se hundió casi un metro. La del maestro Arturo Espino…
Lo que me interesa, no es para mí. Me preocupa Conchita. Ella está en La Puerta. Por buena suerte ese domingo estaban de visita, allá, con una tía. Allí también se abrió la tierra, pero no salió agua.
Sigue temblando. Soy un sismógrafo. Mi angustia llega antes que el temblor. Mis familiares pueden confirmarlo. Ahora mi temor es el subsuelo.
En las últimas semanas, venía temblando. Mi esposo y un amigo, José Márquez, me decían que se estaba desfogando la energía, que no iba a haber nada más fuerte.
Y… no fue así.
Luego se escuchó un bufido que brotaba del fondo de la tierra. Haga de cuenta que eran cientos de ballenas las que estaban abajo.
La tierra se ondeaba y se levantaba mucho polvo. ¡Una cosa increíble!
Norma Alicia Montoya Leyva, asegura que nunca olvidará el domingo 4 de abril de 2010, a causa del terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter. Ese día, a las 15:40 horas, permanecía tirada en el patio de su casa, en el Ejido Durango, en el valle de Mexicali, a donde llegó hace cuarenta años, cuando se casó con el agricultor Jonás Corpus. Ahora, ella tiene cincuenta y ocho años de edad y, tres hijos: Jonás, Norma Antonia y Timnia.
Los perros aullaban. Daban vueltas y más vueltas.
Los gatos, porque hay muchos gatos sin dueño, corrían.
Los pájaros volaban. No se quedaban en los árboles.
Y, yo, permanecía tirada. Esperando lo que viniera. La verdad, no sé si me caí por el terremoto o me dejé caer.
Estando tirada, pensé que era el fin. Que era el fin de nosotros. De todos los que estamos cerca del Cerro Prieto.
Los segundos pasaron y, de pronto, me quedé bloqueada. Me olvidé que tenía esposo. Que tenía hijos. Que tenía nietas. Estaba sola.
Por la mañana, nos levantamos normal. Contentos. Sin pensar en que viviríamos una tarde de terror. Mi hija Norma Antonia, está de vacaciones. Limpiábamos la casa. Nos preparábamos para ver el futbol. Terminamos de limpiar nuestra casita como a las 15:30 o 15:35. Estaban con nosotros dos nietas. Mi hijo se fue al ejido Oaxaca con la familia de su esposa y, mi otra hija, está fuera de la ciudad.
– Misión cumplida –dijo mi hija–. Me voy a bañar para ver el futbol.
– Mientras tú te bañas, salgo a regar mis macetas –le respondí.
Salí por la puerta trasera de la casa. Jalé la manguera y fue cuando capté el estruendo y el bufar de la tierra.
Estaba todavía tirada y escuché que una vecina me gritó desde su casa.
– ¡Normaaaaaa…! ¡Jonááááááássssss!
Es que no se animaba a salir porque los alambres se movían de un lado a otro. Los árboles se movían.
Cientos de pequeños hoyos –algunos con un
diámetro de veinte centímetros–, de los que
brotaron agua y arena, se formaron en el ejido
Durango, dentro y fuera de las casas, causando
en casos, el hundimiento de viviendas.
Mi hija también gritaba.diámetro de veinte centímetros–, de los que
brotaron agua y arena, se formaron en el ejido
Durango, dentro y fuera de las casas, causando
en casos, el hundimiento de viviendas.
– ¡Mamááááá! ¡Mi papááááá! ¡Mi papááááá!
Reaccioné. Me levanté y fui a ver que pasaba. Mi viejo andaba a gatas. Se paraba y se volvía a caer. Quería sacar a nuestra nieta que estaba al fondo de la casa. Ella tiene doce años y salió, rebotando de una pared a otra. Se golpeó los brazos. Los hombros.
Todos estábamos de pie. Bien. Muy asustados.
En pocos minutos, la casa quedó rodeada del agua que brotaba de hoyos que se formaron en el patio. No sé cuantos. Muchos. Había tres cerca de la pared. Uno grande. Un boquete en la tierra. El agua y la arena se metieron a la casa. Ni el agua ni la arena venían de la calle. Brotaban del subsuelo. Salían de esos pozos que parecían geiser. ¿Por dónde entró el agua a la casa? No sé.
El agua era rojiza. Tenía un olor fuera de lo normal. Digo que olía a azufre. Me llegó a los pies y me ardieron. Fuera de la casa, frente al porche, quedó una isleta y ahí nos reunimos. Mucha gente. No sé. Creo que éramos como treinta, cincuenta personas. A los hombres, al caminar fuera de la isleta, el agua les llegaba a la pantorrilla.
Los vehículos pasan cerca de las grietas que
surgieron en el valle de Mexicali.
Se trabaja en las carreteras para cubrirlas.
Aquello que levantó pisos, que destruyó casas, caminos, se calmó, pero seguía el movimiento oscilatorio. Ese no paraba. Era horrible.surgieron en el valle de Mexicali.
Se trabaja en las carreteras para cubrirlas.
Mi esposo, mi hija y mis nietas, estuvimos ahí, fuera de la casa, un poco más de veinticuatro horas. En el carro escuchamos la Globo. La única estación de radio que estaba al aire. La noche se nos hizo eterna.
El lunes, a eso de las cinco de la tarde, mi hermano Jaime y su esposa Edilia Lesso, fueron por nosotros, sorteando el camino destrozado. Me animé a entrar a la casa por unas garras. Rápido.
El porche de una casa en el ejido Durango,
en el Valle de Mexicali, se vino abajo a causa del terremoto
7.2 grados en la escala de Richter, registrado el 4 de abril.
Ese domingo muchos se fueron del ejido Durango. Me dio mucho coraje cuando se fue el delegado Germán Borgoin, sin preguntar ni preocuparse por quienes se quedaban. No lo quería decir pero, ni modo, lo dije. Aquel día me dio mucho coraje. Ahora me da risa.Y aquí estamos, en el Ejido República Mexicana, con la familia.en el Valle de Mexicali, se vino abajo a causa del terremoto
7.2 grados en la escala de Richter, registrado el 4 de abril.
Mi papá Ecliserio Montoya, que llegó en 1947, nunca había sentido un terremoto así.
– Sí, llegué en 1947. Ahora tengo ochenta y dos años. Sesenta y tres de vivir aquí. El domingo del terremoto, estaba en mi chocita. Sentía como que me caía y no me caía… Nunca había sentido algo así.
En la mesa del comedor, fue colocado un plato con tamales de elote calientes. Dorados. Hay tazas con café negro.
Norma Alicia, de pelo entrecano, del que un poco cae sobre su frente, retoma la palabra. Sus aretes son pequeños, oscuros. Hacen juego con su blusa de manga corta, con estampado de flores. Su voz es fuerte. Segura. A momentos se quiebra y de sus ojos claros brotan lágrimas. Gesticula. Por segundos sus manos se quedan entrelazadas. Apretada con fuerza una a la otra. Lucen sus uñas bien cuidadas.
Se encuentra muy preocupada por sus amistades que perdieron su casa.
La casa de una de mis amigas, la de Concepción Rosales de Argíl. Ella tiene sesenta y tres años de edad. Se quedó sin nada. Se hizo un hoyo en medio de la casa. La de Martha Camacho, se hundió casi un metro. La del maestro Arturo Espino…
Lo que me interesa, no es para mí. Me preocupa Conchita. Ella está en La Puerta. Por buena suerte ese domingo estaban de visita, allá, con una tía. Allí también se abrió la tierra, pero no salió agua.
Sigue temblando. Soy un sismógrafo. Mi angustia llega antes que el temblor. Mis familiares pueden confirmarlo. Ahora mi temor es el subsuelo.
En las últimas semanas, venía temblando. Mi esposo y un amigo, José Márquez, me decían que se estaba desfogando la energía, que no iba a haber nada más fuerte.
Y… no fue así.